
En mi ciudad ya no hay estrellas. Se las comió la polución o quizás huyeron asustadas por las luces de las farolas, que les quieres hacer la competencia, por el ruido ensordecedor del tráfico, que no se detiene ni a las dos de de la madrugada o sencillamente se fueron apagando poco a poco, tristes, porque aquí ya nadie las miraba.
En el ajetreado mundo de la urbe, los ciudadanos ya no tienen tiempo de pararse un momento a mirar el cielo y contemplar su belleza. Es algo que ya dan por hecho, es algo que está ahí desde siempre, nada nuevo ni interesante.
Esta noche quería sentarme en el balcón a contemplar las estrellas, a contarlas, a desear imposibles a las que pasan corriendo en un segundo, a volver a sentirme diminuta e insignificante ante tanta inmensidad, a volver a pensar que mis problemas son absurdos en un universo infinito... pero no estaban.
Solo he encontrado una luna solitaria que todavía se esfuerza en brillar muy fuerte, para que no se olviden de ella, no vaya a ser que desaparezca también un día de estos.